Por lo menos desde Maracaná, los orientales a veces nos creernos excepcionales. Creemos que acá no pasan cosas que ocurren en otros lados, que somos más aguerridos, más solidarios y unos cuántos más adicionales. Nuestro relativo éxito en los primeros meses de la pandemia reforzó esas ideas.
“El mundo debería hablar de los uruguayos”, dijo el presidente Luis Lacalle Pou, el 19 de abril. “Si nuestro país es elogiado en el mundo, es por la conducta de los orientales, y eso me genera mucho orgullo. Como presidente, tener un pueblo que ame la libertad y la use con sentido social y solidario es el sueño del pibe”.
En agosto de 2020, llevábamos seis meses de pandemia, apenas 35 muertos y un estudio de arquitectos ya tenía diseñado un monumento a sus víctimas y proponía instalarlo a orillas del Río de la Plata, como si ya hubiéramos atravesado el temporal. Mientas el mundo seguía sufriendo, mientras en la televisión veíamos a los alcaldes italianos y españoles pidiéndole por favor a su gente que dejara de reunirse, los orientales -tan responsables y solidarios- ya estábamos para dar vuelta la página.
Pero el impiadoso virus no conoce de mitos. Todavía quedaban muchas páginas por ser escritas.
Poco a poco todo lo que ya había pasado en otros países comenzó a ocurrir acá también.
La gente –que tanto había respetado la recomendación de “quédate en casa”- se aburrió o perdió el miedo y comenzó a hacer lo que no debía: a romper el aislamiento, a juntarse, hacer asados, festejar cumpleaños.
Un grupo de intelectuales firmó una carta diciendo que como teníamos pocos casos no se justificaba seguir manteniendo medidas de distanciamiento social. Reclamaban volver a la vieja normalidad. Negaban el evidente peligro.
Como en todos los países, surgieron negacionistas: individuos que repetían que no valía la pena cuidarse, que la enfermedad no pasaba de ser una gripecita, que los test PCR no servían para detectar la infección, que todo era una farsa. Instauraron el término “plandemia”. Llamaron a no usar mascarillas, a las que llamaron “bozal”. Le dieron argumentos a los que querían hacer fiestas. Muchos medios de prensa les dieron micrófono. Su discurso se multiplicó en las redes.
La idea fue prendiendo. El tan pregonado uso responsable de la libertad fue cediendo espacio a infinidad de juntadas, fiestas, bailes, desfiles de comparsas, festejos deportivos, manifestaciones sindicales y políticas.
De a poco los contagios comenzaron a subir. Con el viento en contra y como en muchos países, el sistema político comenzó a polarizarse. Muchos esfuerzos positivos del gobierno –como afinar la logística previa al sistema de vacunación- fueron ridiculizados por la oposición. Cuando ante el aumento de las aglomeraciones, el gobierno buscó sancionar una ley que permitiera disolverlas, el Frente Amplio se detuvo en disquisiciones menores y votó en contra.
La ley nació débil y el gobierno en varias ocasiones prefirió no aplicarla: por ejemplo, en la concentración feminista del 8M.
Los casos siguieron aumentando. El 7 de febrero, el Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) le recomendó al gobierno una serie de medidas para frenar los contagios. Pero el presidente Lacalle, que había basado su manejo exitoso de la pandemia justamente en seguir la línea del GACH, sorpresivamente ignoró media docena de esas propuestas.
En marzo comenzamos a vacunar a muy buen ritmo y ahí se depositó toda la confianza, pero el efecto de una campaña de vacunación no es inmediato. La pandemia continuó expandiéndose.
El mundo volvió a hablar del Uruguay, pero ahora como ejemplo negativo: encabezamos el ranking de países con más casos y muertes por día por millón de habitantes. El Maracanazo negativo: pasamos a Brasil, un país con desastroso manejo de la emergencia sanitaria.
Las noticias que un año antes habíamos recibido desde otras tierras, ahora nos golpeaban en casa. Un paciente –que seguía las ideas negacionistas- murió siendo trasladado en una ambulancia porque en Melo no había camas libres. Otro falleció en su casa, en Salto, sin lograr nunca ser asistido. Un brote masivo dejó 28 muertos en un hogar de ancianos de Fray Bentos.
El ministro Daniel Salinas fue a la capital de Río Negro. Allí un periodista le preguntó si había que tomar más medidas. Salinas dio a entender que ya se lo había pedido a Lacalle: “Puede tener la tranquilidad es que el ministro ha planteado todo en el ámbito en el que corresponde plantearlo. Después, evidentemente, uno está sujeto a jerarquía también, y hay un consejo de ministros y una presidencia de la República”.
Todos le han pedido más medidas restrictivas al presidente: el GACH, las sociedades médicas, la oposición, los partidos que son socios de su gobierno y su propio ministro de Salud. “El ministro puso todo su empeño”, dijo una fuente de Cabildo Abierto.
Pero Lacalle Pou se mantiene firme en apelar a la “libertad responsable” y no afectar la economía. Ha dicho que no está dispuesto a reprimir a sus compatriotas –ya no tan responsables, ni tan solidarios- pero no ha explicado por qué ni siquiera reestablece las mismas medidas y exhortaciones de un año atrás, cuando la pandemia era menos grave. “Para adelante todo lo posible, para atrás todo lo necesario”, había prometido.
Hoy tenemos 50, 60, 70 decesos cada día. Solo en abril ya llevamos 875 uruguayos muertos por el maldito virus. Y todavía le restan 13 días al mes.
No somos excepcionales. Demoró un poco más, pero al fin ocurrió lo mismo que en casi todos lados: la pandemia desnudó todas nuestras taras, debilidades y divisiones.
Cuando esto termine, el panorama social, económico, laboral y educativo será muy duro. Deberíamos recordar que durante muchos meses logramos hacerlo bastante bien no por ser excepcionales, sino porque -más o menos-, a lo largo de más de medio año casi todos tiramos juntos para el mismo lado. Hacía mucho que los uruguayos no hacíamos un esfuerzo colectivo tan compacto. Y lo hicimos siguiendo las recomendaciones de los más capacitados. Mientras duró, salió muy bien.
Hoy estamos divididos, aunque todavía no tanto como nuestros vecinos. Todavía podemos hablarnos y reconocernos como parte de una misma comunidad.
En eso deberíamos afianzarnos para retomar el camino.
1 comentario en “El virus no conoce el mito de la excepcionalidad oriental”
No se puede retener el agua entre las manos durante demasiado tiempo, mi amigo.
No fue error de nadie.
El virus está entre nosotros hace ya un año y medio, y como el agua, iba a filtrarse por por un orificio u otro para luego buscar su nivel.
Era sólo cuestión de tiempo.
Por eso hoy y a ésta altura, al mundo sólo le queda vacunar para poder de a poco ir librándonos del virus. O aunque sea tenerlo controlado.
Todo lo demás (cerrar y prohibir) es inútil o cortoplacista, y resulta aún peor porque suma a la pandemia muchos otros obvios problemas.
Tal vez es eso lo que el presidente sabe, pero que tú pareces desconocer.
El FA también parece saberlo, por eso plantea cierres totales y prohibiciones anticonstitucionales, pretendiendo generar más crisis para sumarle a la de la pandemia.
Incidir para el fracaso de éste gobierno y conseguirlo sería una victoria para ellos, aunque lastimen así al país.
En Argentina los que aún razonan miran a Venezuela como el destino que hay que evitar.
Acá deberíamos mirar del mismo modo a Argentina.