Debe haber pocas experiencias más traumáticas en la vida de una persona, y de una comunidad, que pasar por una guerra. De hecho, pocas palabras deben generar tanto rechazo, tanto miedo, tanta incertidumbre, como ésta. Se diga en el idioma que se diga: guerra, guerre, war, krieg…
Sin embargo, acá estamos, en pleno siglo XXI, y seguimos buscando excusas para iniciar guerras. Hay pocas cosas más constantes en la historia de nuestra especie que la existencia de conflictos armados en que dos (o más bandos) buscan matarse unos a otros por la (sin) razón que sea. Puede ser por diferencias entre tribus o el control de determinado territorio, por el deseo de apropiarse de ciertas riquezas o por haberse sentido insultados, porque el dictador de turno desayunó con whisky o porque el príncipe que visitaba el palacio se escapó con la esposa del anfitrión.
O sea, si alguien quiere iniciar una guerra, siempre encontrará un motivo para hacerlo.
Toda esta introducción viene a raíz de la reciente invasión rusa a Ucrania. La cual debe ser condenada sin medias tintas ni reparos de ningún tipo. En el contexto del Derecho Internacional, desde el jueves 24 de febrero, hay una potencia agresora que ha invadido territorio de un Estado soberano, que no le había declarado la guerra ni iniciado acciones bélicas en su contra.
De hecho, ya en 2014 el agresor se había hecho de facto con el control de la península de Crimea, que hacía 60 años se encontraba bajo control ucraniano, con la excusa de que la mayoría de la población (de origen ruso) estaba siendo acosada y perseguida por el gobierno ucraniano. En ese caso, la crisis de Crimea se zanjó en pocos días, con una suerte de limbo tácito entre las partes: ni Ucrania, ni la mayoría de los gobiernos europeos, ni Estados Unidos reconocen la anexión rusa de Crimea; pero de hecho la toleran, y hace 8 años el gobierno y administración se encuentra bajo mandato ruso.
Lo que desató ahora este nuevo conflicto fue la acumulación de tensiones cruzadas entre Ucrania y Rusia, en la que también intervienen la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y más tangencialmente, la Unión Europea.
Por un lado se encuentra el deseo del actual gobierno ucraniano, elegido en 2019, de sumarse tanto a la Unión Europea como a la OTAN, organización militar de ayuda mutua entre sus miembros, surgida durante la Guerra Fría como forma de disuasión al entonces enemigo soviético.
Este anhelo del gobierno ucraniano es resistido por la población de origen ruso, o pro-rusos, que son mayoría en el este del país, cerca de la frontera con Rusia. En esa región del país, desde 2014, mismo año del conflicto en Crimea, se inició la llamada Guerra del Donbas, una guerra civil entre facciones pro-rusas y nacionalistas ucranianos pro-europeístas. Hasta el momento se estima que unos 14.000 civiles han muerto debido a este conflicto.
Del otro lado se encuentra un gobierno ruso, que además de tener un presidente autoritario, es profundamente nacionalista, por lo que ve en este acercamiento de Ucrania al espacio europeo, y al mundo occidental en general, un estrechamiento de lo que es el histórico ‘’espacio vital’’ ruso. De hecho, lo dejó bien en claro en alguna de sus apariciones televisivas, cuando se refirió al Rus de Kiev (primer estado eslavo de la Historia, fundado en el año 882) y dejó entrever que Ucrania, como nación, en realidad es una suerte de ficción moderna.
Por ello, días antes no dudó en reconocer la declaración de independencia de dos provincias ucranianas de mayoría pro-rusa: Donetsk y Lugansk, lo que, desde su lógica, terminó de justificar la invasión.
Este concepto del ‘’espacio vital’’ de un Estado o pueblo sería ridículo, de no ser porque en realidad es tenebroso. Es el mismo argumento que usó Hitler en 1938 para anexionarse una parte de Checoslovaquia, cuya población era de mayoría alemana, y es más o menos el mismo argumento que ha usado cada Estado y gobierno que ha llevado adelante algún tipo de genocidio contra minorías étnicas, desde el Imperio Otomano en la I Guerra Mundial, hasta el conflicto en la ex Yugoslavia en los años 90’. O el que ha usado Estados Unidos cada vez que se le antojó intervenir en Latinoamérica, porque somos su ‘’patio trasero’’ y se sabe que ‘’América es para los americanos’’.
A esto debe sumarse el dato de que la OTAN ha seguido sumando nuevos socios a su alianza, cada vez más cercanos a la frontera con Rusia. Los últimos tres en sumarse fueron los Estados bálticos: Lituania, Letonia y Estonia, tres exrepúblicas soviéticas, al igual que Ucrania.
Con un presidente menos paranoico y nacionalista, tal vez esto no trajera mayores consecuencias. En definitiva, la OTAN es una especie de cadáver momificado, cuya última actuación, bastante descafeínada, fue en el conflicto étnico de la antigua Yugoslavia; pero para Putin esto es un desafío a su liderazgo, y al renovado papel de potencia mundial que quiere hacer jugar a Rusia.
De todas formas, para entender un poco más la globalidad, no puedo dejar de mencionar la situación de Kosovo, en este gran mejunje.
Verán. Si la Unión Europea y sus estados, Estados Unidos, y el Reino Unido, no reconocen la independencia de las provincias ucranianas de mayoría pro-rusa, ni la de Crimea, porque ‘’afectan la integridad territorial de Ucrania’’’; quisiera que alguien me explicara, racionalmente, como es que entonces el reconocimiento (e impulso) a la independencia kosovar por parte de la UE, Estados Unidos y el Reino Unido no afecta la integridad territorial de Serbia.
Si oponemos los casos y situaciones Ucrania/Dontesk-Lugansk frente a Serbia/Kosovo, tendremos un buen panorama de la descarada hipocresía, e intereses, que priman en la geopolítica internacional.
En el medio, quienes como desde hace milenios son carne de cañón, son los pueblos y las miles de personas anónimas, que mientras unos discuten y discursean repartiéndose mapas de papel, son quienes pierden sus vidas, sus hogares, sus familias, y sus trabajos a causa de este monstruo de nuestra creación exclusiva.