Siempre fui consumidor de fútbol. Desde que tengo memoria. Me gustó siempre la naranja de la IASA que aprendí a amar hasta hoy.

También con mis padres y hermanos íbamos a los partidos nocturnos de la liguilla veraniega.

Cuando uno subía aquella escalera comenzaba a ver, de a poco, cuatro postes de luces apuntando aquel verde que parecía perfecto. Abajo quedaba el escenario. Pronto para la llegada de los actores.

El aroma y el sonido de las planchas preparando chorizos para los hambrientos espectadores, escapando a la ansiedad del partido, no podían faltar.

A mamá le encantaba el café y por eso nos acompañaba, además de vernos felices por el entusiasmo que aquellas noches nos originaba.

Mi familia estaba dividida en colores. Yo me mantenía con la naranja, cosa que no me privaba de disfrutar aquellos espectáculos. Nacional-Peñarol o Peñarol-Nacional.

Los jugadores salían de un túnel.

Solo se veía una cavidad en el suelo. Un misterioso “abajo” que me despertaba fantasías del estilo Julio Verne.

De ahí salían seres fabulosos, míticos. Literalmente se producía un nudo en la garganta al verlos. Aquellas prendas Adidas de la época eran el vestuario perfecto.

Morena, Rodolfo, Victorino, Venancio…..y el “cascarilla” Julio César Morales. Su apodo nomas ya me llamaba la atención. Y aunque el lector no lo crea, su potente remate se escuchaba desde todo el estadio.

Gracias época de oro. Gracias fútbol. Gracias señor Morales. Usted fue parte de mi infancia.

De la real. La que se describe con una fecha, resultado deportivo o estadística. Y también de la Mágica, la maravillosa, la trascendente. La que nadie olvida jamás.