Por Gabriel Romero Ávila
Las ciudades se construyen unas sobre otras. Los tiempos modernos aplastan con su peso otros más antiguos y las eras se muestran como capas superpuestas de restos arqueológicos. Aquellos antiguos asentamientos prehistóricos, cercanos a los recursos naturales que permitían sobrevivir a la tribu y fáciles de defender, se convirtieron siglos después en castros romanos, luego en ciudades medievales amuralladas y por último —al menos de momento— en bulevares, rascacielos y zonas de oficinas. Las ciudades muestran en sí mismas el mapa de nuestra historia, época tras época, nivel tras nivel.
Pero pocas ciudades tienen tanto pasado oculto en sus calles como Roma. Es difícil construir nada en la ciudad eterna, porque raro es el día en que una excavadora que pretende hacer obra en un solar no se encuentra una vasija etrusca, una sandalia romana o una moneda del Renacimiento. Y entonces los operarios maldicen a todos los dioses antiguos, porque saben que no podrán seguir trabajando. El patrimonio de Roma es enorme, pero aún queda mucho enterrado bajo su asfalto.
Uno de esos lugares con muchas historias en su haber es la isla Tiberina. Como su nombre indica, se encuentra en mitad del río Tíber, a su paso por Roma. Cuenta una leyenda que esta isla no existía en la Antigüedad, sino que apareció tras la muerte del temido Tarquinio el Soberbio, el último rey de Roma, a quien derrocaron mediante un levantamiento popular que instauró la República en el año 509 antes de nuestra era (ANE). El pueblo lanzó el cadáver a las profundidades del río y se decía que sobre este empezaron a depositarse las basuras y residuos del agua hasta llegar a conformar una isla. Por este motivo, la isla Tiberina representaba lo peor de la ciudad, la degradación y la maldad de Roma concentradas. La pena de confinamiento en ese lugar estaba considerada como una de las peores que se podían imaginar en aquel tiempo.
Eso cambió alrededor del año 300 ANE, a raíz de una terrible epidemia de peste que sacudió la ciudad. El Senado investigó el asunto en los Libros Sibilinos —unos pocos textos proféticos que precisamente Tarquinio el Soberbio había comprado por una fortuna a la sibila de Cumas, después de que esta le ofreciera muchos más legajos y el tirano quisiera regatear el precio, hasta que la sibila se puso a quemarlos y entonces Tarquinio pagó por tres libros lo que antes ella le había pedido por nueve—. En los Libros Sibilinos ponía que los romanos debían erigir un templo a Esculapio, dios de la medicina, y entonces la ciudad tendría la cura. El Senado envió una delegación a la región de Epidauro, donde se adoraba a una estatua muy conocida de Asclepio —la versión griega del mismo dios—. Durante esa clase de viajes, los marinos tenían por costumbre llevar consigo una serpiente, que representaba a la deidad, y en aquel día afirmaron que, tan pronto como se pusieron en ruta, la serpiente se enroscó alrededor del mástil y, en el momento en que regresaron con la estatua, el animal se desenroscó y tomó tierra en la isla Tiberina. Los supersticiosos romanos entendieron que su dios quería establecerse allí. Levantaron un templo y, milagrosamente, la peste se esfumó.
Desde ese momento y para todos los siglos venideros, la isla se convirtió en un lugar de curación y fe. El templo de Esculapio permaneció en activo durante siglos, sustituido después por la basílica de San Bartolomeo y el hospital de San Juan de Dios. Ambos continúan en pie y con la misma función que antaño.
Pero lo que poca gente conoce es que debajo de esas construcciones se halla una cripta llena de huesos humanos de hace siglos. Se trata de la cripta de Sacconi Rossi, un lugar espeluznante al que solo se puede entrar en un día concreto del año.

En 1760 se fundó la «Venerable Hermandad de Devotos de Jesús en el Calvario y de Santa María de los Dolores en beneficio de las almas del Purgatorio», una orden franciscana que pretendía dedicarse a orar para auxilio de aquellos que aún no habían entrado en el Cielo. Se vestían con túnicas rojas y capuchas del mismo color que les dieron el sobrenombre de Hermandad de Sacconi Rossi.
En 1780 levantaron el Colegio Franciscano junto a la basílica de San Bartolomeo y, por debajo de él, una cripta donde pretendían depositar los restos de sus hermanos. Pero pronto se dieron cuenta de que el Tíber arrojaba a sus orillas muchos cuerpos que no se reclamaban, restos de personas anónimas cuyos entierros nadie quería pagar y que terminaban entregados a las aguas. Desde ese momento, la hermandad comprendió que su deber no era solo la oración, sino tratar de forma cristiana esos cadáveres. Por ello, cada noche los monjes bajaban al río, candil en mano, y transportaban los cuerpos hasta su propia cripta. Con el tiempo, los huesos descarnados se fueron acumulando y los monjes los colocaron en posiciones decorativas, lo que volvía el espectáculo todavía más macabro.
Solo a partir del siglo XIX, debido a unas epidemias de cólera, el papa prohibió estos enterramientos en criptas y únicamente autorizó el uso de cementerios legales. Los soldados franceses del ejército de Napoleón ocuparon durante un tiempo esta cripta a modo de cuartel, pero desde entonces se encuentra deshabitada.
Los huesos de aquellos cadáveres rescatados por los monjes se acumulan en repisas y adoptan posiciones extrañas. Las salas acumulan un frío horrendo y un aura tenebrosa con tantos cráneos apilados siglos atrás.
En la actualidad, la hermandad pervive, aunque sin miembros activos. En la noche del 2 de noviembre de cada año, numerosas personas venidas de muchos lugares llevan a cabo un ritual muy parecido al de aquellos monjes: visten sus mismas túnicas rojas, encienden candiles y bajan hasta el río para rendir homenaje a los fallecidos en las aguas. Lanzan al Tíber una corona de flores y rezan por sus almas, y luego descienden a la cripta de Sacconi Rossi para visitar la obra que dejaron atrás los franciscanos.
Un lugar misterioso edificado sobre los restos del templo de Esculapio. Una isla dedicada a la sanación, la purificación y el perdón de los pecados a través de los siglos. Y un formidable osario que pone los pelos de punta.