Desde su mítico estudio de arquitectura, Patricia Torres dejó su impronta en casas emblemáticas y locales clásicos. Critica la ostentación y la especulación inmobiliaria sin límites
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No sabe bien si fue la luna llena o el cansancio por la fiesta, pero Patricia La Negra Torres combina cuentos de antaño con paradas sorpresivas para manotear una carilina, absorber las lágrimas y, entre risas, decirse “qué tonta”.
La mujeraza de túnica maíz y escarabajo en el pecho se conmueve con lo lindo y con todo lo intenso que ha vivido. Los amigos que ya no están, pero que recuerda cada noche cuando el sonido del mar acuna la casa y ella, en silencio, hace un recorrido visual que incluye libros, portarretratos, pinturas de amores que ya partieron, como el Búho de Hugo Arias.
Hipersensible, pero cada tanto un cascabel. Porque la Negra, como la conocen todos, se ríe con esos ojos negros de pantera que tanto le ponderan. Es brava también. Porque dice lo que piensa, sin filtro ni culpa.
Melancólica, apasionada, acelerada. Tanto que a veces no duerme. “Me da lástima que se me vaya la vida durmiendo”, dice la interiorista uruguaya que, junto con un puñado de arquitectos y decoradores extraordinarios, fundaron el Punta del Este chic, loco y bohemio de los años 90.
Épocas del arquitecto Mario Connío, su maestro, autor de los refugios más exclusivos. Y del recordado Juan Ricci, amigo y socio en Arquitectura Ambientada, con quien hizo los locales más increíbles de la Ruta 10, en La Barra (Ruta 66, Diesel, Motor Oil, Soviet), la disco Space, el Parador Bikini.
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En pareja con Eduardo Poch Maiorano, madre de Iván y Mawi (fruto de un matrimonio anterior), la Negra da cátedra de amor y libertades. “Vivimos juntos en el verano y cuando nos vamos a Ibiza. Después, solo convivimos los fines de semana. Él tiene su casa en Montevideo y yo estoy acá, en mi playa”, explica la dueña de la icónica casa Almarvan y de la tienda Santas Negras, la mujer que anda descalza hasta el crepúsculo, la que sale tijera en mano para dar con las flores más lindas, la que madruga para limpiar la playa sin guantes ni protección, porque siempre el impulso es más fuerte.
-¿Cómo que limpiás la playa?
-Sí, me levanto, agarro una bolsa y limpio los 300 metros. Camino esta playa entera sacando porquerías. No sabés la mugre que levanto. Sí, con la mano. No me importa nada.
-¿Por qué tu nombre es símbolo del Punta chic, el original, el que hizo historia?
-Porque tuve el privilegio de estar ahí en el momento cero. Yo nací en Montevideo, pero a los 22 años me casé con mi primer marido. Familias tradicionales ambas; en ese entonces, para salir de casa había que casarse. Y encima él se iba a estudiar a España. La cosa es que nos instalamos en Barcelona. Siempre me encantó el tema de la decoración y allá conocí a mi gran amigo e inspirador, Curro, un anticuario exquisito. Y bueno, las cosas se fueron dando, aprendí un montón, estaba inmersa en una ciudad rebozante de arte. Íbamos a ferias, viajábamos, aprendí a cocinar, a ver. Creo que en la vida todo es un combo. Por supuesto que nacés con cierta sensibilidad, talento o como se quiera llamar. Pero uno aprende de su entorno. Mi exsuegra y familia fueron los fundadores de Punta del Este. Ella recibía como los dioses y yo siempre supe mirar.
-Y volviste a América con el ojo entrenado…
-Sí, pero ya todo eso estaba en mí. Mi mamá era ayudante de arquitecto. Tuvimos una vida fortísima porque mi padre estuvo preso en la dictadura. Era abogado penalista, fue secretario de Luis Alberto de Herrera, el bisabuelo del actual presidente Luis Lacalle Pou. Teníamos una casa divina en Punta Carretas, una vida bastante especial. Hasta que se separaron. Recuerdo que un día llegué y la vi a mamá tiñendo un sillón, sola, seguramente haciendo catarsis. Era ella, un balde y el sillón coral de pana que convirtió en negro. Lo dejó espectacular. Se la pasaba cambiando las cosas de lugar y limpiaba como una loca a modo de descarga, supongo. Pero volviendo al tema del regreso, sí, llegué y cambió mi vida.
-¿Por qué?
-Un año, volviendo de Ibiza (voy desde los 19 años) nos trajimos a Juanito y a Jesús, que son dos personajes maravillosos, símbolo de la noche. E hicimos Space en Rincón del Indio, que fue un furor. Pero ahí mi marido se asoció con gente que… bueno, la cosa es que yo quería cosas que ellos no querían. Terminé separándome y jamás entré en Space. Yo quería mis reglas y mis amigos, en especial a Javier Lúquez, que fue mi hermano del alma. Él hacía las relaciones públicas de todo, era el uno absoluto. Finalmente, terminé teniendo mi propio bar. Lo hicimos con Juan Ricci y lo llamamos Coral. Nos iba bárbaro, explotábamos. Éramos cuatro socios, quedaba en Manantiales y todas las noches venía Charly García a tocar. Lo teníamos que sacar porque seguía y seguía. Los autos paraban en la ruta, Martín Braun bajaba a caballo desde la cumbre. Era algo impresionante, pero no duró nada porque el dueño de la casa no quiso renovar. Se le ocurrió construir.
-Impresiona. ¡Todo esto no fue hace 50 años!
-Claro, fue hace 30. La Barra, Montoya, Manantiales y toda esta zona eran un lugar de pescadores, que fue creciendo al ritmo que estoy relatando. Locales cancheros, materiales de la naturaleza. A nosotros nos gustaba la piedra, la madera, el cuero, el mimbre, la paja. Cuando hicimos Archie, de Toti Gattas, usamos los colores del atardecer y trabajamos con viruta de metal que nos dio una amiga, Mara, porque su padre tenía una metalúrgica. Se pensaban las cosas con una mente artística que debía fusionar con la naturaleza.
-Fuiste protagonista del cambio. Del pueblo de pescadores al balneario más distinguido. En Europa hablaban del salvajismo chic del fin del mundo.
-Claro, ahí estuve. Con la suerte de trabajar siempre con profesionales de verdad, que querían este lugar tanto como yo. Al europeo le llama la atención la geografía tan bonita. Ese conjunto de cerros, llanura, kilómetros y kilómetros de playa. Algunas vacías, otras repletas. La gastronomía, que es fantástica. Los productos del mar y del campo. A Juan [Ricci] le gustaba mucho el color y eso se notó en la postal definitiva de La Barra. Yo lo acompañaba. Pasábamos días y días trabajando, siendo protagonistas de algo que se estaba formando.
-¿Y creció como soñabas? ¿No se desmadró?
-Se convirtió en el balneario que obviamente imaginábamos. El crecimiento fue constante, la belleza y el cuidado están intactos, pero por supuesto hay ciertas cosas que alarman y que me parecen un espanto. Situaciones que en lo personal me asustan.
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-¿Por ejemplo?
-Que tengamos edificios enormes alrededor. Me da miedo que se pierda la proporción divina de Punta del Este. Se van esfumando las casas fabulosas construidas sobre La Brava. Esas que conocíamos de memoria y bichábamos cuando íbamos camino a La Barra. Ahora tenemos todos edificios. ¿Qué me espanta? No ver más el agua en algunos lugares. Cruzar el puente y no encontrarla enseguida. Que no haya responsabilidad al momento de decidir. Tirar un hotel histórico para hacer un negocio inmobiliario, por ejemplo.
-¿Cómo reaccionás ante estas cosas?
-Me vuelvo loca y me he peleado con gente. Incluso, con amigos. Pero dependemos de los gobiernos, de los políticos. Hay decisiones inexplicables. A nosotros nos pasó con nuestro restaurante, La Caracola. No pudimos volver a abrirlo porque fuimos perjudicados por el puente de Rocha, algo que para mí jamás se tendría que haber hecho. Esa mole tiene un montón de columnas, entonces el agua pega y entra de una manera bruta, haciendo un efecto serpiente en la costa. La cosa es que terminó comiéndose la lengua donde estaba nuestra estructura. Había 200 metros de arena adelante, llegabas en ese barquito divino. Ahora La Caracola se está cayendo porque se quedó sin tierra. Me da rabia todas estas cosas porque la ley no es igual para todos. Está prohibido construir hasta que se construye.
.¿Aceptarías un cargo político?
-Hago política desde una ONG que se llama Faro Limpio, en José Ignacio. Soy miembro fundadora. Es una organización que funciona brutal, que cuida la playa, mantiene el pueblo limpio y divino. Pero es una cosa privada. Después, todo lo que es con el gobierno resulta complicado. Hacen cosas que por supuesto están bien, pero después todo este tema de tantos capitales que vienen de afuera enrarece el panorama. A mí me da miedo que se ponga muy Miami, que surja un Punta del Este sin balcones. Qué cosa tan rara esos edificios; no entiendo cómo pueden vivir encapsulados. ¿Dónde ponen las macetas? Bueno, me pregunto mil cosas…
-¿Tenés alguna fantasía loca? ¿Cambiarle la cara a algo?
-Tengo dos fantasías, o deseos, que me obsesionan. Y me ofrezco humildemente. Me encantaría arreglar la recepción de la embajada uruguaya en Buenos Aires. Es la más importante que tiene Uruguay porque la mayoría de nuestros turistas, desde siempre, son los argentinos. Jamás podremos negar que gracias a ellos, todos los veranos, la ciudad revive. Pero volviendo a la recepción de ese edificio, que es una belleza, me gustaría que se venda más lo que es el Uruguay natural. Que las alfombras y demás objetos estén construidos con los materiales divinos que existen acá. Me gustaría armarla bien linda.
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-¿Y la otra obsesión?
-Ay… el aeropuerto de Colonia. El otro día aterrizamos ahí porque Poch vuela. Veníamos de la inauguración del aeropuerto de Carmelo, que es una cosa espectacular, modernísima. La verdad es que lo aplaudo al Pacha y María José Cantón, porque lo que hicieron con Carmelo es único. Pero bueno, el contraste con el de Colonia es una cosa de locos. Me encantaría meter mano ahí porque está un desastre. Todo roto, con las cortinas caídas.
-Hablás de tiempos no tan lejanos y de una tribu que ya no existe. ¿Sentís que te quedaste sin cómplices?
-Por suerte tengo muchos amigos, una gran cantidad de argentinos, y está intacta la complicidad e idéntica la filosofía a la hora de charlar estas cosas. Pero se me fueron todos. Javier Lúquez y Juan Ricci ya no están. Tampoco Hugo Arias, mi adorado amigo artista plástico, Mario Connío, Pachi Firpo, Manuel Lamarca. Quedé yo nomás. La verdad es que los extraño como loca.
-¿Le tenés miedo a la muerte?
-Ya no le tengo miedo a la muerte ni a las enfermedades. Hace siete años me descubrieron un tumor maligno de ovario, me operaron, pero tuve mucha suerte. Lo tomé con valentía, no me dejé paralizar. Incluso antes de la operación la llevé a mi hija María a Nueva York; estaba cumpliendo 15 años y ya lo teníamos planeado. No sé cómo pude con todo eso. Ni siquiera se lo comenté hasta la vuelta.
-¿Qué cosas te enfurecen?
-La gente que no le pone garra a las cosas. Detesto que hagan las cosas mal. Yo digo: si estás haciendo algo, gastando tiempo, ¿qué te cuesta hacerlo bien? Tampoco soporto que no me miren a los ojos cuando hablo. Solo me interesa tratar con gente franca y auténtica. Porque soy muy así. Tanto que veces debo controlarme; no soy diplomática para nada. A veces me pregunto si uno nace así. Pero, pensándolo, supongo que es por la vida que tuve. No me quedó otra que defenderme sola. Mi papá se había muerto, mis hermanos no vivían acá. En un momento fui la chica que le llevaba el desayuno a la cama a su marido para que pudiera estudiar. Estábamos en Barcelona, muy jóvenes. Yo lo atendía a él y después me iba a trabajar. Volvía y me ponía a cortar telas para hacer trajes de baño. Los mandaba a coser y los llevaba a otro lugar donde se vendían. Nunca paré.
-Tuviste mil vidas.
-Mil. Tengo 61 y nací en el 61. No le tengo miedo al paso de los años, pero tampoco me gusta que se me cuelguen las cosas. No vamos a mentir. Siempre tuve las piernas divinas, flacas… Me encantaba cuando usaba minifaldas. Igual, me siguen ponderando. ¿Pero te digo algo? Yo no me la creo. De verdad pienso que no hay que creerse nada. Sé que lo que hago está bueno y lo ejerzo con una pasión y amor brutal. Porque yo te hago la casa y te la entrego hasta con la tarta hecha, el olor rico en la cocina, los jaboncitos en el baño y, si puedo, te dejo una esculturita hecha por mí. Me gusta pintar, también. Esos cuadros son míos. Estuvieron 10 años en el marquero, pero nunca los había sacado.
-¿Qué es el mal gusto?
-Ver todos esos autos de alta gama que andan en calles donde no podés circular ni con un jeep. Me parece una cosa extrañísima. Les gusta traerlos, pero para manejar no sé dónde. ¡Si no hay calles aptas para eso! No es Alemania ni Francia, están locos. Hacer Montevideo-Punta del Este en una Ferrari me parece medio absurdo. Pasearlos por caminos de ripio o de tierra; es algo que no entiendo. Todo lo excesivo o pretencioso me cae mal. Esos departamentos iluminados que parecen casas de iluminación o showrooms de alguna tienda. Fijate que venís de La Barra a Punta Piedras y ves esos cubos con 40 tipos de lámparas colgando. Feo.
-La iluminación nunca es tema menor en el arte…
-Pero por supuesto. Lo mal que me pega una casa mal iluminada. Una luz blanca colgando de un techo es un horror. Parecen televisores prendidos. Se vive mucho mejor con una luz cálida. Y se soluciona fácil; es una cuestión de cambiar la bombita y nada más. Siempre digo que un ranchito bien iluminado resulta una gloria. Le ponés unas luces de abajo, lindas flores y un trapo canchero arriba del sillón roto y te queda genial. Pero una mansión mal iluminada resulta una porquería.
-¿Se puede editar la mirada?
-Sí, se puede trabajar todo y aprender. Si tenés ganas de hacerlo y estás atenta, evolucionás seguro. Esta es tierra de maestros. Con todos mis amigos y muy especialmente con Mario Connío aprendí un montón. Viajamos mucho, nos fuimos a China a comprar cosas para su tienda de Madrid. Lo que aprendí y lo que me gusta revolver, dar con hallazgos.
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-Bueno, lo aplicás en tu tienda, Santas Negras.
Sí, ya van 10 años. Empecé la aventura con Paula Martini, que es mi íntima amiga. Después, ella siguió con Bajo el Alma. La adoro, es una gran diseñadora. Empezamos juntas y coincidimos en casi todo. La tienda me hace muy feliz porque me permite ser creativa, viajar, descubrir gente. Generalmente, me voy a la feria de artesanos de Bogotá. Me encanta la artesanía. Y después frecuento muchos remates por acá. Restauro y arreglo. Los almohadones, por ejemplo, los hago con ropa que consigo en los mercadillos de Ibiza. Estos cuatro que ves acá eran un short con una minifalda superpuesta. Se ve que la dueña tenía dimensiones importantes. [risas]
-¿Cómo fue tu pandemia en el mar?
Me pasó algo impensado. Justo estaba en Nueva York porque mi hija está estudiando fotografía allá, así que pasé los dos primeros meses en un departamento. Era divino, lo había hecho yo. Igual, lo fantástico fue estar ese tiempo con ella, tenerla toda para mí. Aprendí a cocinar más, me transformé en coctelera con especial talento para el Bloody Mary. Cambié el ritual del whisky de las 7, algo muy uruguayo. Igual yo tomo apenas un dedito, y como un juego. Mucho hielo y, como dice una amiga, que no flote. Después, sí volví a casa y no lo podía creer. Llegué un 1° de mayo, me reencontré con mi playa, la libertad del mar frente a mi living. Fue raro para todo el mundo, desde ya. Pero también sirvió para el reencuentro con uno mismo. Yo estaba y estoy muy acostumbrada a vivir en modo tribu. Mi casa es un puertas abiertas.
-¿Nunca te cansás?
-No. Además siempre me gustó la familia grande; mi gran sueño siempre fue ser madre. Por eso la felicidad indescriptible cuando, ya mayorcita, quedé embarazada de mi hijo Iván. Y a pesar de mi divorcio, que fue doloroso, logré una familia unida, en movimiento. Los chicos tenían 6 y 8 años así que empezó la vida de padres separados con hijos que iban para acá y para allá. Pero pude. Triunfaron otras cosas, como las amistades y la gente que me fue formando, inspirando. Por eso, cuando puedo hago planes con los chicos aunque estén enormes. Después de 40 años logré tener mi casa soñada en Ibiza, así que allá nos disfrutamos un montón. No es un espacio enorme, pero el terreno sí, así que me compré dos carpas gigantes en China e hice unos dormitorios espectaculares. Lo que pasa es que, al ser todo un Parque Nacional, no se permite seguir construyendo.
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-¿Cómo son tus veranos en Ibiza?
-Con Poch, los chicos, amigos, poniendo mesas divinas para el desayuno. Ordenando, cocinando, cortando flores, ramas. No paro porque tengo muy poca ayuda allá. Pero no me importa. Me quedo más de dos meses feliz de la vida. Estoy tratando de trabajar menos.
-¿Cuál es tu hit en la cocina?
-Hago de todo. Acá adoro el pejerrey frito; hago el mejor guiso de lentejas, tortillas, lo que sea. Y en Ibiza, muchísimos frutos de mar. Para los dulces soy mala porque no me interesan. Pero una vez, para impactar a un novio, aprendí a hacer unas naranjas cortadas con cáscaras glaseadas que quedaban lindísimas.
-Poch, el amor de la madurez. ¿Cómo se conocieron?
-Creo que las hijas buscaban una novia para su papá y un día me llamaron para que les haga su casa. Ni bola al principio. Hasta que no le cobré todo, ni un café [risas]. La realidad es que él insistió bastante y con el tiempo sucedió. Estamos juntos hace 12 años y la pasamos muy bien. Somos compañeros, nos divertimos, nos gustan las mismas cosas y respetamos los tiempos de cada uno. Nos vemos los fines de semana y cuando viajamos. En el verano se instala en esta casa aunque tiene la suya. Y después, Ibiza. Él tiene tres hijos. Todos nos llevamos bárbaro.
-La reina de Punta Piedras. El mar como telón en tu living, que ya es famoso. ¿Hay rituales?
-Me encanta la noche. Agarro libros, miro fotos. Le saco fotos a las fotos. Observo el mar. Rezo mucho. Me encanta hacerlo porque me relaja. No voy a misa, pero sí me conecto con la religión. Tuve una educación católica y soy muy respetuosa. Generalmente, me quedo hasta tarde. Siempre digo que me da miedo que se me vaya la vida durmiendo. La verdad es que nunca paro, tengo mucha vida interior, soy hipersensible.
-¿Cómo es tu vínculo con la Argentina?
-Primero, los amigos, pero además amo Buenos Aires. Hice varias obras y voy cada tanto, porque tengo un departamento. Nada más lindo que los noviembres con los árboles violetas y los tilos amarillos en el piso. Me enloquece caminar por ahí; es una cosa de locos. También, encontrarme con amigos, ir a esos restaurantes increíbles que brotan sin parar, y ni qué hablar el teatro. No es que me quedo mucho tiempo, pero me hace bien. Y no extraño porque como después todos vienen para acá… Soy muy de nutrir los vínculos.
-¿Qué sentís que a esta altura debés modificar?
-Lo único que me pesa son algunos miedos vinculados con mis hijos. Me preocupo cuando suben al auto. No por ellos, sino por todo lo que puede pasar. A veces las cosas no dependen de uno. Eso me aterroriza. El saber, porque lo sé muy bien, que la vida te puede llevar puesta en un instante. Yo tuve historias difíciles, me pasaron muchas cosas. Por eso soy tan sobreprotectora. No me parece que esté mal. No molesto, pero me preocupo y ocupo de todo, siempre.
-La cacique.
-Soy re charrúa. Una vez, a mi hermano (el que vive en Los Ángeles, muy parecido a mí), unos productores de cine lo convocaron para una película sobre el último charrúa. Lo querían a él sí o sí y hasta tenían pensado buscar una hermana. ¡Y me ofrecí chocha! La íbamos a hacer, pero no sé qué pasó con el presupuesto y no se concretó. Una pena; ahora ya estamos viejos para el cine. [Risas]
-Hiciste casas emblemáticas. La de Shakira, por ejemplo.
-Hice un montón, pero no lo cuento porque la verdad es que nunca me importó salir en las revistas. Todo el mundo sabe lo que hice y sería de mal gusto mencionarlo por acá. Además, ya no quiero trabajar más de decoradora. En esta etapa me encanta ir a la tienda y ordenarla. Entro, acomodo, doy vuelta todo. Si corrieron algo, en un suspiro me doy cuenta. Me la paso estirando, doblando, limpiando. No me importa nada.
-¿Cómo creés que influyó en la estética y las costumbres esta última oleada de argentinos que decidieron quedarse?
-Definitivamente, nos regalaron otro panorama. Viene mucha más gente, hay nuevos colegios, más niños viviendo y circulando por todas partes. Antes llegaba el argentino jubilado. Ahora, hay familiones instalados, con todo lo que eso significa. Ya no es más el invierno de la Punta, en el que veías todo negro, los edificios apagados. Realmente era triste. Ojalá que todo este crecimiento inspire a los empresarios exitosos a juntarse y hablar con la intendencia. Para evitar atrocidades. Para que no triunfe el que viene con la plata haciendo lo que se le antoja. Hay que tener mucho cuidado, porque todo puede arruinarse en poco tiempo. No todo es dinero.
-¿Cuál fue el último cambio que te partió el corazón?
-A mí, en general, no me gusta cómo está creciendo La Barra. Y con Manantiales (que gracias a Dios –en realidad a Pablo y Silvana–, cuenta con el lujo del Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry), hay que tener cuidado. Me afecta la arquitectura que se está manejando, los locales. La propuesta de hoy no me parece linda. No pueden poner carpas afuera con electrodomésticos o esos inflables horribles. Hay locales enormes en la Ruta 10 que son un desastre. Moles sin sentido, que les robaron espacio a las achiras y a las ranas. Pero ¿sabés qué es lo que me rompió el corazón? Que no exista más La Posta del Cangrejo. Que la hayan dejado partir. En otros países, esas cosas se cuidan. Son estandartes que no se pueden tirar abajo. No podés asesinar un lugar-leyenda, divino, donde hacen el pejerrey trufado más rico del mundo.
- Con la colaboración de Facundo Garayalde
Fuente Diario LA NACION: «https://www.lanacion.com.ar/la-nacion-revista/la-mujer-que-con-su-identidad-y-su-estilo-salvaje-y-chic-puso-a-punta-del-este-en-el-mundo-nid04022023/